Busqué en el cajón, y vi ese mes que iba a tirar a la basura, donde el viaje mil veces soñado de tierra virgen, había quedado en un limbo de anhelos aplazados, o rotos. El resguardo del viaje vibraba, triste, alicaído.
Nos recogieron en el hotel de San José, para llevarnos hasta la costa, a Guápiles, y más tarde tomamos una lancha que nos hizo viajar por un sistema de canales naturales. Se atravesaba una vasta extensión de bosque, y el aire olía a humedad. Los verdes eran de una intensidad que te dejaba la mirada teñida de esperanza y vida. Los sonidos de la selva te dejaban intuir el sonido de la naturaleza primigenia, te hacían sentir lejos de todo lo conocido. El Parque nacional de Tortuguero es un hábitat tan rico, que yo no dejaba de mirar, de aquí a allá, sin poder decidir dónde centrar la visita porque todo era un vergel de posibles descubrimientos, de aventuras tras las lianas, de amaneceres selváticos.
Nos llevaron a la playa a la caída de la tarde. En el grupo sólo yo viajaba en solitario. En esas horas, mientras Rafael, el guía, nos explicaba cosas de las tortugas, de la historia de este país y su apuesta por el turismo sostenible, yo disfrutaba de la línea de la playa, del firmamento estrellado, de los aromas de salitre, de los sonidos del mar.
La experiencia me conmovió, por el esfuerzo de esas hembras. De regreso al hotel, Rafael se mostraba muy amable, y en la cena se lo montó para sentarse a mi lado. Hablamos de mil cosas y nos reímos de todo y de nada, dejando la noche, a punto de acabar, abierta a emociones posibles, y a cantos de sirena, seguramente.
Sonaba el timbre de la cocina, las lentejas estaban hechas. Como era de esperar, se estaban pegando al suelo de la cacerola, pero mi viaje de aventura había valido la pena, aun soñando.
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